Antonio González: El camino del salvaje
El mundo en el que vivimos es un disparate. Hace tiempo que lo asumí. Vivo en la contradicción constante, incómoda por no saber estar fuera de esta sociedad del espectáculo que tanto repudio. Pero que no suene catastrofista, que de lo que quiero hablar aquí es de lo que nos salva de todo eso, de lo que llamamos arte (el de verdad), de lo que es fin en sí mismo, finalidad sin fin. El trabajo de Antonio González es de esos, un refugio.
Siempre que intento pensar, racionalizar mi experiencia con las cosas que me interesan, me resulta muy difícil identificar qué es lo que hace que algo capture mi interés y me atraviese de alguna forma, aportando nuevos matices a la mirada del mundo que, en mi limitación, alcanzo a tener. No se trata de afinidad temática, no sólo de intereses personales, sino más bien de honestidad. En un contexto en el que el artificio ha venido a sustituir a cualquier esencia, el ejercicio creativo auténtico, el que procede de obedecer a la naturaleza de uno, fascina al que mantiene la mirada atenta sin dejarse deslumbrar por la retórica. Es en este espacio donde sitúo el trabajo de Antonio.
Hace años que Antonio eligió el camino del salvaje, del que canta y baila y da vueltas sin ser consciente de quién le observa, el camino del que no se deja domesticar. Con una paleta de cinco colores y formas sencillas ha construido un universo en el que la pintura se piensa a sí misma sin descanso. A base de repeticiones, de insistencia, de resistencia en una realidad que exige una productividad a la que él no obedece, su búsqueda se convierte en un ejercicio de radicalidad. No hay en su trabajo virtuosismo, ha conseguido despojarse de las distracciones propias de la sofisticación técnica. Sus geometrías son imperfectas, pero al mismo tiempo huyen de la expresión del yo propia de la tradición (falocéntrica, por otro lado) del Expresionismo Abstracto. No hay voluntad de dejar su impronta, no hay gesto agitado, sólo naturalidad. La aproximación desprejuiciada a su trabajo se convierte en una conversación franca, próxima a las de la niñez.
La preocupación por el ritmo, el color, la forma, el espacio, la estructura, la escala y el acto de pintar guían el trabajo de Antonio. Su referentes intelectuales y estéticos son visibles a través de sus obras y cabría ubicarlas en un lugar preeminente dentro de la pintura abstracta contemporánea, pero su trabajo se resiste a una interpretación histórica. Él permanece fiel a su premisa, a su necesidad de pintar, ajeno a las anunciadas muertes y resurrecciones de la pintura abstracta.
Ante sus cuadritos cabe preguntarse si es tan solo deleite estético lo que uno siente. Cualquiera reconoce la armonía formal de sus trabajos, su belleza. Es posible incluso apreciar sus cualidades decorativas. Pero es el avispado quién identifica en el trabajo de Antonio la valía, aquello que diferencia lo meramente atractivo en su forma de aquello que trasciende. Su pintura es mística. Su trabajo es una excusa para despojarse del peso del yo, de la extrañeza del ser, inmerso en un ejercicio de repetición que nunca acaba. Disfruten, señoras y señores, de la pintura del salvaje tranquilo.
m_m
*Texto para la exposición 22 pinturas de 9×12 de Antonio González en Après Ski, Barcelona, 2016